La historia del fútbol está escrita sobre una base fundamentada en un acto propio: el gol. Se han visto dianas que han quedado para el recuerdo de muchos, algunos más felices que otros, pero dianas en sí mismas. Un gol, dicen algunos que entienden de esto, es el orgasmo de un futbolista, la máxima expresión o el resultado perfecto del arte del balompié. Pues bien, esta teoría subjetiva deja de tener cierto sentido tras el tanto anotado por Francisco Valdés, un 21 de noviembre de 1973.
Política y fútbol han ido cogidos de la mano, para desgracia de los amantes de este deporte, desde los orígenes del balompié. Tanto es así, que gran cantidad de los hechos históricos que tienen que ver con el mundo del balón son recordados a consecuencia o a causa de un hecho político de relevancia social. O, simplemente, el contexto socio-político del momento condicionó la sucesión del acontecimiento deportivo de turno.
Son cientos (algunos conocidos, otros no) los casos en los que la confrontación gubernamental ha empañado el desarrollo de un juego tan loable y bello en sí mismo como es el fútbol. El alto en el camino del que se va a hablar aquí gira en torno a dos países en concreto. Dos países de diferente ideología (uno de ellos, o los dos según se mire, por actos de fuerza extrema). Dos países de continentes diferentes. Y dos países que, por azares del destino, tuvieron que medir sus fuerzas (ahora futbolísticas) en busca de una plaza para el Mundial de Alemania Occidental de 1974. El verde quería ser testigo de la ‘lucha’ entre ellos dos. La Chile de un recién llegado Augusto Pinochet y el principal bastión comunista, la URSS, pugnarían por ocupar esa vacante en el campeonato internacional.
La fecha del 11 de septiembre tiene un pasado histórico tan macabro como el popularmente conocido atentado contra el World Trade Center. Y es que en 1973 Augusto Pinochet Ugarte llevó a cabo un sangriento golpe militar contra el gobierno socialista de Salvador Allende para implantar una de las más voraces dictaduras que se han vivido en la historia mundial. Sin embargo, en medio de todo el caos que un acontecimiento de estas características representa, había algo que debía solventarse a expensas de lo que estaba ocurriendo en el país trasandino: el fútbol.
El combinado de Luis Álamos quedó emparejado en el grupo de clasificación para Alemania 74 junto a otras dos selecciones sudamericanas: Venezuela y Perú. La ‘Vinotinto’ se retiró de la jugada, por lo que peruanos y chilenos tendrían que jugarse el todo por el todo, en un doble partido a ida y vuelta, para buscar una repesca ante un conjunto europeo en pro de participar en el torneo internacional. El primer envite se llevó a cabo en el Estadio Nacional de Lima, donde los de Roberto Scarone acabaron con ‘La Roja’ por 2-0, gracias a un gran Hugo Sotil, autor de sendos tantos. La vuelta tuvo idéntico resultado, pero esta vez la balanza se desequilibró del lado trasandino. Julio Crisosto y Sergio Ahumada obligaron a que ambos combinados se volvieran a ver las caras en el tercer partido. Montevideo sería testigo del encuentro de desempate. El tanto del peruano Héctor Baileti no fue suficiente para acabar con los pupilos de Álamos, que se llevaron el partido, y por ende la clasificación para la repesca, por 2-1.
En el bando europeo la cosa fue algo diferente. El ‘triangular’ se mantuvo, pues la URSS tenía que pugnar la plaza para la fase final del Mundial ante Irlanda y Francia. Los soviéticos quedaron primeros de esa liguilla, pero por entonces no todos los líderes tenían acceso directo al torneo internacional, sino que los peores primeros de cada cuadrante estaban obligados a disputar un choque, a ida y vuelta, de repesca ante un combinado de la CONMEBOL. El ‘Ejército Rojo’ terminó en primera posición del grupo 9 por delante de irlandeses y franceses, pero aún le quedaba un último escollo que salvar: Chile.
Fue a partir de entonces cuando una nube cargada de miedo e incertidumbre comenzó a volar sobre los cielos de ambos países. La confrontación política entre el anticomunismo exacerbado de Pinochet se vería las caras con la muralla ‘roja’ de la Unión Soviética. La ida se disputó el 26 de septiembre en terreno europeo. Concretamente, en Moscú, en el Estadio Lenin. La dictadura prohibía la salida de chilenos del país trasandino, pero la idea de mostrar una mejor imagen de cara al exterior le pareció al gobierno de Pinochet más provechosa que la de dejar a su selección en casa, perderse el Mundial y, la aún peor ‘derrota’ ante los comunistas.
Sin embargo, el temor de los jugadores chilenos no pasaba desapercibido, pues, por una parte, la mayoría de ellos eran simpatizantes del gobierno saliente de Salvador Allende, y por la otra, les inquietaba la posibilidad de ser apresados por los soviéticos y servir como moneda de cambio por presos políticos. “Teníamos miedo por nuestras familias, ellos quedarían en Chile y casi todos nosotros nos identificábamos con el gobierno saliente. Uno no sabía que iba a pasar”, relataba años después Guillermo Páez, uno de los integrantes de la selección chilena.
Las represalias, consecuencias o lo que pudiera originar la victoria de alguno de los dos contendientes hizo, según algunas versiones, que el árbitro del encuentro, el brasileño Armando Marques, hiciera lo que estaba en su mano para que, por un lado, nadie anotase un gol y para que, por otro, el partido se saldase con un empate. «Yo hablaba portugués y le decía algunas cosas, y aunque él dice que no, me dejó pasar varias», confesó Elías Figueroa, defensa y una de las principales figuras de la Chile de Álamos. Un dato curioso de ese partido lo dio Hugo Gasc, el único periodista chileno que estuvo en Rusia: “Por suerte el árbitro era un anticomunista rabioso. Junto a Francisco Fluxá, el presidente de la delegación, lo habíamos convencido de que no nos podía dejar perder en Moscú, y la verdad es que su arbitraje nos ayudó bastante”.
Todo debía finiquitarse en el partido de vuelta. Una utopía para muchos que la Unión Soviética pisase suelo chileno con todo lo que ello significaba. Al final, ocurrió lo que se sabía que iba a pasar. El 21 de noviembre debía disputarse el encuentro definitivo que llevaría a Chile o a la URSS al sueño internacional. Alemania 74 esperaba a su último huésped. No obstante, la pelota pasó al tejado soviético y el miedo cambió de bando. Los presos políticos y seguidores tanto del comunismo, como del malogrado Allende se contaban por miles, por lo que la mera presencia del combinado europeo en tierra trasandina se antojaba entre la locura y lo imposible.
La propaganda de más allá del Atlántico afirmaba que los soviéticos no querían jugar el partido, pero la realidad era bien distinta. De hecho, el ‘Ejército Rojo’ cruzó el charco para disputar algunos encuentros amistosos contra selecciones periféricas a Chile, con la clara intención de preparar el importante choque ante los sudamericanos. La única petición que se llevó a cabo desde las instancias soviéticas no era otra que la de disputar el partido fuera del territorio dominado por la dictadura de Pinochet, quien, además, reutilizó el Estadio Nacional de Santiago de Chile, sede de la eliminatoria, como centro de detención ilegal, donde se agolpaban miles de presos políticos. Por todo ello, un comisionado de la FIFA tuvo que acudir al campo en cuestión para examinar la situación de cara al partido. Finalmente, la Federación Internacional de Fútbol se acabó posicionando, para sorpresa de algunos (de otros no tanto) del lado de la dictadura.
Ante un desplante de estas características, la selección de Yevgeniy Goryansky amenazó con no presentarse en el estadio chileno, si no se satisfacían sus peticiones de disputar el envite en otro país. La FIFA desoyó por completo su deseo y el combinado soviético cumplió lo que dijo. El 21 de noviembre, 15.000 espectadores fueron testigos directos de la cara más amarga y triste del fútbol. El deporte rey convertido en el principal arma propagandística del poder. Ese día, Chile saltó al terreno de juego de esa cárcel improvisada por Augusto Pinochet que recibía el nombre de Estadio Nacional sin un rival enfrente. Un partido que, siguiendo los dictados de la reglamentación FIFA, no debía haberse llegado a disputar a causa de la incomparecencia de uno de los dos contingentes. Pero la cosa no podía quedarse ahí. El mundo entero tenía que ver como Chile (Pinochet, más bien) ‘volvía’ a vencer al comunismo. Fue entonces cuando se produjo tal pantomima. El colegiado del choque, Rafael Hormazábal, pitó el saque inicial. Los jugadores chilenos fueron dando pases en corto en dirección a la despoblada portería rival, hasta que definitivamente Francisco Valdés empujó el balón hacia dentro de las mallas. Aún así, tras el partido se dispuso que Chile se llevara el encuentro por 2-0 y, por tanto, certificara su pase a la fase final de un Mundial donde, a la postre haría un papel algo mejorable, pues cayó eliminada a las primeras de cambio sin vencer en ninguno de los choques de la liguilla.
Política y fútbol han ido cogidos de la mano, para desgracia de los amantes de este deporte, desde los orígenes del balompié. Los que presencian o reviven acontecimientos de estas magnitudes aún no pueden llegar a creerse que actuaciones así hayan sido posibles por las razones que sean. No obstante, hay más temas dentro de este contexto que todavía preocupan al aficionado medio. ¿Se ha solucionado esta odiosa relación entre política y fútbol? O, por el contrario, ¿se necesitan, como el cielo y el infierno, la una a la otra para sobrevivir? Éstas y otras preguntas abiertas quedan en insertas en la reflexión y la opinión de todo aquel que se digne a leer estas líneas.