Las conductas y los actos de cada cual establecen el camino que seguimos a través de la vida. Actitudes que reflejan y generan estados de ánimo. En el fútbol no es diferente. La suma de las actitudes individuales disponen el resultado final del colectivo. La Supercopa de España es un ejemplo significativo de lo que estamos hablando. Es difícil entender de otro modo la derrota del Barcelona ante el Athletic de Bilbao en la ida disputada en San Mamés por cuatro goles a cero.
Cuando un equipo se dosifica y el otro suda la camiseta hasta la extenuación, la diferencia de calidad y presupuesto se convierte en algo irrisorio e insignificante. Si además las rotaciones realizadas por el técnico suponen que futbolistas no habituales no aprovechen las oportunidades que se les presentan mostrando un rendimiento muy inferior al de sus compañeros, el cuadro que se nos dibuja ante nuestros ojos es el de un equipo que quiere y busca un título y el de otro que especula y deja pasar el tiempo con el aval de un partido de vuelta como local.
La imagen del Barcelona en San Mamés fue la de un equipo en plena pretemporada y haciendo el rodaje de cara a la larga campaña que se avecina. Futbolistas como Bartra, Vermaelen, Adriano o Sergi Roberto, poco habituales en el once titular, fueron de la partida en previsión de dar descanso a los que habían jugado la Supercopa de Europa unos días antes. Lo mismo habia hecho el Athletic pero en la fase previa de la Europa League, y no hubo descanso para sus componentes. ¿Cuál puede ser la explicación entonces para que jugadores sin descanso mantuvieran durante los 90 minutos una mayor intensidad que quienes sí tuvieron ese descanso?
La única respuesta posible es la autocomplacencia y pensar que el escudo de una camiseta y un pedigrí futbolístico pueden más que las ganas y el hambre por levantar un título. El equipo catalán y cualquier otro equipo del mundo se vuelven vulgares cuando se desprecia al rival y se le mira por encima del hombro. Está claro que la diferencia presupuestaria en muchos casos sirve para que el objetivo se alcance sin poner sobre el césped el esfuerzo que se supone necesario para vencer al contrario, pero cuando el rival se está jugando levantar un título, hecho que hacía 31 años que no ocurría, el escenario cambia completamente. Los Messi, Suárez, Iniesta, Pedro y compañía juegan con el freno de mano, a sabiendas de que un tropezón se puede salvar con el colchón de un partido de vuelta en campo propio.
Pero la película parece un argumento repetido y manido hasta la saciedad. Tensión mínima y llega un directo a la mandíbula. Lo tomas como un aviso, pero cuando llega una combinación de golpes que te hace besar la lona, te levantas e intentas reaccionar. Es demasiado tarde, el rival sabe que te ha hecho daño y juega con ventaja mientras tú, a la desesperada, pretendes dar un vuelco a un combate en el que intentas poner una marcha más cuando necesitas tres.
Algo parecido ocurrió en la Supercopa de Europa ante el Sevilla. El Barcelona con más de media hora todavía por delante ya estaba 4-1 por encima en el marcador. Los jugadores estaban pensando en como iba a quedar la foto levantando el enésimo trofeo y esa relajación estuvo a punto de teñir la foto de blanco.
En el fútbol hay equipos grandes y equipos pequeños o menos grandes, pero la intensidad, la tensión, la relajación y la auto-complacencia invierten los papeles. Luego llegan los estados de ánimo, unos entran en depresión y otros alcanzan la euforia más sorprendente tras un resultado a todas luces inesperado. Mal haría el Barcelona en auto-infringirse un daño irreparable con actitudes de mínimo esfuerzo. No es la primera vez ni la última. Los errores defensivos de la pretemporada, viniendo de una campaña casi perfecta en ese sentido, son un síntoma evidente de la falta de concentración de ciertos futbolistas. La excelencia sólo llegará con calidad y cantidad de esfuerzo. Cualquier otra receta será un camino con un único destino, el fracaso.