Hoy en día, cada vez más, los padres intentan que su hijo destaque en alguna actividad extraescolar, ya sea esta un idioma, la música, un deporte, etc. Centrándonos en este último ámbito, a no ser que el pequeño tenga clara su inclinación hacia alguna disciplina, los padres le inculcarán el amor hacia el fútbol con el objetivo de que ‘si el niño nos sale bueno, lo mismo nos hacemos ricos’.
¡Qué pensamiento tan absurdo, simplista y triste a la vez! Cualquier pequeño (sea niño o niña) debe enrolarse en un deporte, el que sea, principalmente para disfrutar. Luego llega lo demás: el hacer amigos, el compartir momentos, el aprender y amar ese deporte, y, en una posibilidad entre un millón, quizá tu hijo sea una futura estrella en ese ámbito.
Por suerte, y volviendo al balompié, hoy día existen instituciones que entienden el fútbol base como lo que es: una escuela. Un lugar donde aprender de este deporte, pero también crecer mientras se asimilan valores como el compañerismo, el afrontar las derrotas y tener humildad en las victorias, o el respeto hacia los demás (ya sea a tu entrenador o a los miembros del equipo contrario), entre otros muchos.
Sin embargo, esta misma disciplina puede mostrar su peor cara cuando a los espectadores se les olvida que los que juegan son niños. A veces son los propios padres los que exigen a su hijo en demasía y la recrimina al entrenador por no convocarlo para un partido. Si quieren sacar a un futuro Messi de su vástago éste debe jugar hasta cuando va de camino a casa. Otras veces, los descerebrados forman parte del público. Son esas personas que van a un campo de fútbol a insultar y provocar a la afición contraria, o incluso, a sus propios jugadores. Si esto es triste en el fútbol de competiciones altas (por desgracia lo vemos todas las semanas en los estadios), más grave se vuelve cuando, como digo, los protagonistas son niños.
A tenor de esto, hay que resaltar una noticia que salió a la luz hace pocos días. José Mayans, entrenador del equipo benjamín del Atlético San Blas (Alicante) amenazó con suspender un partido (contra el Playas de Alicante) cuando vio que un niño del equipo contrario estaba llorando por los insultos que le llegaban desde la grada local. El técnico alicantino pidió al árbitro que detuviera el partido y fue en busca de los responsables para pedirles que abandonaran el campo, cosa que finalmente hicieron.
Este hecho le ha supuesto al mencionado entrenador ser protagonista de la noticia, pues si se hubiera suspendido el partido se habría quedado sin ganar el título de Liga. Pero para él fue más importante apoyar a un pequeño de nueve o diez años que sumar una posible victoria. Finalmente, el destino recompensó su acción y el Atlético San Blas ganó el encuentro por 6-2.
Un gesto que por supuesto debe ser aplaudido, pero hay que ir al fondo de la cuestión. Y es que este tipo de situaciones no deberían producirse nunca ni en el fútbol base, ni en el de máxima competición, ni en ningún tipo de disciplina. Muchas son los momentos que el deporte se ha visto empañado por la acción de un grupo de exaltados. Muchas son las ocasiones en las que un espectáculo deportivo se califica como evento de ‘alto riesgo’. Y muchas han sido las veces en las que un campo de fútbol, por ejemplo, ha dado vergüenza ajena por lo que en él se ha visto: lanzamiento de objetos tales como botellas, mecheros, o hasta el famoso cochinillo; bengalas, etcétera.
Y es que perdonen ustedes, pecamos de falta de civismo. ¿De verdad ganamos algo cuando gritamos, insultamos o vejamos a los demás en un campo de fútbol? Es cierto que si te gusta un deporte liberas mucha adrenalina cuando lo ves. Y te puedes enfadar cuando el jugador de tu equipo falla un gol o cuando el árbitro no pitó un penalti clarísimo. Pero una cosa es el enfado y otra muy distinta convertirse en energúmenos intolerantes protagonistas de acciones despreciables.
Recordemos además que somos el ejemplo para nuestras futuras generaciones. El pequeño protagonista de la noticia mencionada anteriormente vio como adultos le insultaban e increpaban sin razón alguna. Entonces no nos extrañemos si cuando él sea un poco más mayor, repita esas mismas acciones. En ese futuro las querremos corregir y seguro, con nuestra doble moral, las criticaremos, pero deberíamos preguntarnos por qué se produjo el hecho. Lo repito una vez más: tenemos falta de civismo. Y la única solución para esto es la educación. Una educación a todos los niveles. A los pequeños que juegan en un equipo de fútbol base (o que se desempeñan en cualquier otra disciplina), a los padres (que no deben exigir a su hijo, sino procurar que se divierta), a los entrenadores, a los espectadores, en definitiva, a todos. Porque el deporte puede ser una muy buena herramienta para educar y transmitir valores. ¡Utilicémoslo!