La Décima. Ese par de palabras que deambulan y retumban salvajemente en la mente de cualquier madridista desde hace ya demasiados años. Nada menos que doce cursos han pasado desde que la afición blanca vibrara y derramara lágrimas con la volea de Zidane, sufriera y gritara con las paradas de un jovencísimo Casillas, para terminar estallando de júbilo con Hierro alzando el trofeo más grande que un club puede lograr. Era el Madrid de los Galácticos, de los millones, del glamour, de un crack mundial tras otro, y nadie podía presagiar entonces la situación que vivimos en los días que corren. Fue la era de unos elegidos que nunca debieron cesar de bailar con la gloria, llamados a engrandecer una cuenta de Champions que jamás debía dejar de correr. Sin embargo, la cuenta se detuvo ahí, en el nueve, y nunca se acercó al diez.
Y no llegó a diez porque el conjunto blanco se fue resquebrajando hasta que la grieta alcanzó un tamaño suficiente como para echar abajo la casa entera. El pensamiento general residía en que sería cuestión de dos o tres años celebrar la Décima cuando cayeron ante la Juventus de Nedved y Del Piero en semifinales, o cuando el Mónaco de Morientes les mandaba a casa en cuartos. Nunca fue así, ese término jamás fue pronunciado como símbolo de victoria, de felicidad, más bien pasando a representar una auténtica utopía. La Décima ha llegado a convertirse en un ente abstracto que define algo que parece no llegar, e incluso ha pasado a transformarse en un concepto impronunciable, al más puro estilo ‘Lord Voldemort’ pero al contrario, cuanto más lo pronunciases, más tardaría en llegar.
Tras varios años de convulsión siendo vapuleados por cualquiera en octavos de final, el regreso de Florentino Pérez apareció de la mano de dos ideas convertidas en deseo. Derrocar al mejor Barcelona de todos los tiempos para alcanzar después el sueño de la Décima. Lo primero no se logró con el Barcelona en su esplendor, pero sí se consiguió paliar con la llegada de Mourinho al Bernabéu. Una vez superado el pánico al que eran sometidos por el conjunto culé, tocaba dar el siguiente paso: tratar de romper con esa obsesión, anhelo en la razón de todo el Real Madrid.
Florentino invirtió sangre, sudor y, sobre todo, mucho dinero en engendrar un proyecto encauzado a lograr la liberación de la ansiedad, a atrapar el malogrado sueño. No lo consiguió Mourinho en sus tres años en la capital por una pizca de mala fortuna cuando el momento tan sólo necesitaba de un último empujón. Este año el destino sí estuvo de parte del Real, de parte de la Décima, o al menos en el camino hacia ella. Una competición que roza la perfección y que permite a los blancos aferrarse a su ansiada final, mirar al fin de cerca la codiciada ‘orejona’ con la que tantas noches ha soñado el madridismo.
Y es que no sólo será la final de una afición que sufrió de lo lindo ante el idilio del Barcelona con el fútbol, que vivió crisis institucionales insalvables que alejaban a su equipo del máximo escalón mundial. Será la final de los que llegaron al Madrid para soñar con esto. Será la final de Cristiano Ronaldo, de Sergio Ramos, de Bale, de Benzema, aquellos que desembarcaron en Chamartín única y exclusivamente para batallar con la magia de noches así. Será la final de Casillas, un símbolo de corazón blanco que ha sufrido más de lo necesario en el club de su vida. Será la oportunidad de todos, una ocasión irrerachazable, el momento de deshacerse de la obsesión, de poder proclamar a los cuatro vientos que la Décima dejó de ser una utopía, para convertirse en realidad.